martes, 6 de mayo de 2014

El 6 de mayo de 1652 ocurrió en Córdoba…

Lo que luego fue conocido como el Motín del Pan o del Hambre. Antes de los grandes cambios en la salud y en la alimentación del siglo XIX, era bastante habitual que las ciudades y las regiones sufrieran importantes envites de mortalidad a causa de las epidemias, unidas al hambre y a las malas cosechas. El siglo XVII en España fue especialmente duro por ello.

Así es como se tiene noticia que entre 1649 y 1650 se dieron cita en la capital cordobesa sucesivos episodios de enfermedades contagiosas y un hambre generalizada, que los cordobeses sufrieron estoicamente. Pero aquella situación lejos de mejorar, empeoró. El precio del trigo no paraba de subir ante la escasez de grano y el descontento se sumaba a los vientres vacíos del pueblo. Todo se desataría en un levantamiento popular que tuvo lugar el 6 de mayo de 1652.

Gracias a Ramírez de Arellano, en sus Paseos por Córdoba, y más recientemente a los historiadores A. Domínguez Ortiz y J. Calvo Poyato, sabemos con precisión los hechos acaecidos y su trascendencia dentro de la historia de Andalucía.

Foto 1. Iglesia de San Lorenzo donde comenzó el levantamiento, en una fotografía de principios de siglo XX.


Al salir los vecinos de la misa primera de San Lorenzo por la mañana, una mujer llamó la atención de todos, gritando que su hijo había muerto de hambre, a cuyo cadáver abrazada. Esto parece que terminó de enaltecer los indignados e infelices ánimos de sus convecinos, y estalló la rebelión. Se juntaron unos 600 hombres armándose como cada uno pudo y arengados por sus descontentas mujeres, y fueron a buscar al corregidor -cargo que por entonces desempeñaba la actual función de alcalde-. Éste era don Alonso Vélez de Anaya que, ante el tumulto, huyó a refugiarse al convento de los Trinitarios, aunque su casa sufrió la ira de los levantados.


Foto 2. El obispo Fray Pedro de Tapia, célebre teólogo y dominico, que intercedió por aplacar el descontento del pueblo.


La turba no se contentó con ello, y cada vez se sumaban más hombres al descontento, llegando a casi los 2.000. Arremetieron contra todos los prebendados y caballeros hacendados que guardaban trigo en sus casas, insultándolos y asaltando algún domicilio para llevarse el grano almacenado. El obispo, el dominico don Pedro de Tapia, salió a pie a apaciguar los ánimos, pero nada consiguió. Los amotinados estuvieron todo el día y la noche en forma de retenes en San Lorenzo, la Ajerquía y otros barrios, además de guardar las puertas para evitar la salida de trigo, y aún se asegura que sacaron los tiros o cañones que había en la Calahorra y los llevaron a las puertas de Gallegos y Puente. 



Foto 3. De la Torre de la Calahorra se cuenta que se tomaron los cañones para defender la ciudad en caso de enfrentamiento.


      Amaneció el martes y se puede asegurar que casi todo Córdoba tomó parte en el alboroto. Entonces fue cuando se dieron más a conocer Juan Tocino y el tío Arrancacepas, que capitaneaban parte de aquella gente, y de quienes tomaron nombres dos calles. Les incitaban a buscar armas y defenderse, diciendo que el marqués de Priego venía con muchos soldados a guardar a los nobles de Córdoba, a quienes ellos debían antes cortar las cabezas, por lo que dichos señores se vieron en gran peligro, asustados unos, escondidos otros, entrándose las señoras en los conventos de monjas para verse libres de la tormenta que contra todos se levantaba.


Como a las ocho de la mañana del 7 de mayo habría reunidos casi siete mil hombres, unos con armas de fuego, otros con chuzos, alabardas y hasta con palos y piedras. Entre los caballeros había uno llamado don Diego de Córdoba, hijo de don Íñigo de Córdoba, señor de la Campana, que era querido del pueblo, y en él se fijaron los amotinados para pedirlo como corregidor. Él rehusó, pero a ruegos del obispo y de sus numerosos amigos y allegados consintió al fin en ello, y en el Ayuntamiento, delante de más de 4.000 personas, recibió la vara de manos del señor obispo, siendo saludado con una gran salva de arcabucería. Tras ello, el pueblo se avino a dejar las armas, se abrieron los pósitos de trigo a precio razonable para los depauperados bolsillos de los cordobeses y, aunque aún se sucedieron algunos capítulos violentos, el rey Felipe IV concedió indulto para los amotinados.




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