lunes, 24 de marzo de 2014

Fallecimiento del Virrey y Arzobispo de Córdoba Caballero y Góngora



El 24 de marzo de 1796, Jueves Santo, fallecía en Córdoba el único “Arzobispo” que ha tenido Córdoba, don Antonio Caballero y Góngora.

Natural de Priego de Córdoba, había nacido en 1723, y pronto destacó por sus cualidades para el estudio. Así es como con quince años marchó a Granada con una beca de Teología. Primero bachiller en Filosofía, consigue licenciarse en Teología en el Colegio de Santa Catalina. En 1750 de ordenó sacerdote, y poco después entró como capellán de la Capilla Real de Granada. Aunque obtuvo buenos resultados en sucesivas oposiciones para entrar como canónigo en las Catedrales de Cádiz, primero, y Toledo, después, no lo llegó a conseguir, hasta que por fin, en 1753, ingresa como Lectoral en la Santa Iglesia Catedral de Córdoba.

Durante veinte años desempeñó esta labor en Córdoba, a menudo retirado de la vida pública. Pero en 1774 fue invitado a predicar en la Capilla Real de la Corte, y su elocuencia asombró a todos. Así es como el rey Carlos III, su principal valedor a partir de entonces, lo propuso para una dignidad episcopal, que llegó con un billete hacia América. En 1776 tomaría posesión, por fin, del obispado de Mérida de Yucatán.

Había iniciado algunas reformas en esta modesta sede americana cuando, sin haber concluido aún su primera visita pastoral a la diócesis, en diciembre de 1777 recibió un nuevo nombramiento: la dignidad de Arzobispo de Santa Fe de Bogotá, capital del Reino de Nueva Granada. Esta era una de las regiones en las que se dividían los territorios españoles en América, y la componían los actuales países de Colombia, Panamá, Costa Rica, Ecuador, Venezuela, y algunas regiones de Guyana, Perú y Brasil.

En 1781 estallaba en Santa Fe, entre otras capitales amerindias, una revuelta conocida como la Insurrección de los Comuneros, que fue apaciguada gracias a las habilidades del Arzobispo Caballero. El rey entendió la importancia del eclesiástico cordobés en la solución del conflicto, en particular, y en la buena gestión de su archidiócesis, en general, por lo que no tardaría en ofrecerle sus más altas consideraciones. En mayo de 1782, el rey le agraciaba con la Gran Cruz de la Real y Distinguida Orden de Carlos III, y el abril de 1783 le confirmaba como Virrey, Gobernador y Capitán General de Nueva Granada, y por tanto, su más alto representante político en este territorio americano.


Aunque al frente de su mandato religioso y político, el Virrey-arzobispo hizo no poca ostentación del lujo y el boato, es innegable su labor como mecenas de las artes, la botánica o la navegación, así como su gran compromiso con los afectados por los sucesivos desastres naturales que asediaban a la población de aquellos reinos. En cualquier caso, en 1788, con 65 años, escribe al rey desde el gran cansancio que le había generado su posición para que lo relevara de sus cargos, y el monarca accedió. En junio de 1789 vuelve a España, desembarcando en La Coruña, ya bajo el reinado de Carlos IV, y se dirigía a Córdoba, como nuevo destino premiado para el final de su carrera eclesiástica. Aunque la antigua ciudad califal era “tan solo” una diócesis, se le conservó su rango de Arzobispo, como única excepción en la historia eclesiástica de Córdoba.

En esta ciudad continuó dando muestras de su afición a la orfebrería, los bordados y las artes en general. Queda testimonio, a través de su escudo de armas, de la reconstrucción del campanario del a iglesia de la Magdalena bajo su pontificado cordobés. El último acto público en que participó fue, nada menos, que en la recepción en Córdoba de los reyes Carlos IV y María Luisa de Parma, durante su gira por Andalucía, los días 12 y 13 de marzo de 1796. Durante esta visita real, el todopoderoso valido y ministro Manuel Godoy, y a respuestas de las peticiones del Cabildo Catedralicio de Córdoba, accedió a tramitar en Roma la dignidad de Cardenal para don Antonio.

Imagen del escudo de armas en la iglesia de la Magdalena, Córdoba


No obstante, le sorprendía la muerte días después, el 24 de marzo, por lo que nunca llegaría a disfrutar del capelo cardenalicio. Como su fallecimiento acaeció en fechas de Semana Santa, no se pudieron llevar a cabo todas las honras fúnebres que correspondían a su personalidad, y se tramitó su entierro sin más pompa. Fue sepultado en el centro de la nave del trascoro de la Santa Iglesia Catedral de Córdoba. Su lauda sepulcral recoge su escudo de armas y toda su titulatura vital en una inscripción latina. No sería hasta noviembre de ese año de 1796 cuando se realizaron las honras fúnebres propias de quien fue uno de los ilustrados, religiosos y mandatarios más importantes de la España de finales del siglo XVIII. 


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