El
24 de marzo de 1796, Jueves Santo, fallecía en Córdoba el único “Arzobispo” que
ha tenido Córdoba, don Antonio Caballero y Góngora.
Natural
de Priego de Córdoba, había nacido en 1723, y pronto destacó por sus cualidades
para el estudio. Así es como con quince años marchó a Granada con una beca de
Teología. Primero bachiller en Filosofía, consigue licenciarse en Teología en
el Colegio de Santa Catalina. En 1750 de ordenó sacerdote, y poco después entró
como capellán de la Capilla Real de Granada. Aunque obtuvo buenos resultados en
sucesivas oposiciones para entrar como canónigo en las Catedrales de Cádiz,
primero, y Toledo, después, no lo llegó a conseguir, hasta que por fin, en 1753,
ingresa como Lectoral en la Santa Iglesia Catedral de Córdoba.
Durante
veinte años desempeñó esta labor en Córdoba, a menudo retirado de la vida
pública. Pero en 1774 fue invitado a predicar en la Capilla Real de la Corte, y
su elocuencia asombró a todos. Así es como el rey Carlos III, su principal
valedor a partir de entonces, lo propuso para una dignidad episcopal, que llegó
con un billete hacia América. En 1776 tomaría posesión, por fin, del obispado
de Mérida de Yucatán.
Había
iniciado algunas reformas en esta modesta sede americana cuando, sin haber
concluido aún su primera visita pastoral a la diócesis, en diciembre de 1777
recibió un nuevo nombramiento: la dignidad de Arzobispo de Santa Fe de Bogotá,
capital del Reino de Nueva Granada. Esta era una de las regiones en las que se
dividían los territorios españoles en América, y la componían los actuales
países de Colombia, Panamá, Costa Rica, Ecuador, Venezuela, y algunas regiones
de Guyana, Perú y Brasil.
En
1781 estallaba en Santa Fe, entre otras capitales amerindias, una revuelta
conocida como la Insurrección de los Comuneros, que fue apaciguada gracias a
las habilidades del Arzobispo Caballero. El rey entendió la importancia del
eclesiástico cordobés en la solución del conflicto, en particular, y en la
buena gestión de su archidiócesis, en general, por lo que no tardaría en
ofrecerle sus más altas consideraciones. En mayo de 1782, el rey le agraciaba
con la Gran Cruz de la Real y Distinguida Orden de Carlos III, y el abril de
1783 le confirmaba como Virrey, Gobernador y Capitán General de Nueva Granada,
y por tanto, su más alto representante político en este territorio americano.
Aunque
al frente de su mandato religioso y político, el Virrey-arzobispo hizo no poca
ostentación del lujo y el boato, es innegable su labor como mecenas de las
artes, la botánica o la navegación, así como su gran compromiso con los
afectados por los sucesivos desastres naturales que asediaban a la población de
aquellos reinos. En cualquier caso, en 1788, con 65 años, escribe al rey desde
el gran cansancio que le había generado su posición para que lo relevara de sus
cargos, y el monarca accedió. En junio de 1789 vuelve a España, desembarcando
en La Coruña, ya bajo el reinado de Carlos IV, y se dirigía a Córdoba, como
nuevo destino premiado para el final de su carrera eclesiástica. Aunque la
antigua ciudad califal era “tan solo” una diócesis, se le conservó su rango de
Arzobispo, como única excepción en la historia eclesiástica de Córdoba.
En
esta ciudad continuó dando muestras de su afición a la orfebrería, los bordados
y las artes en general. Queda testimonio, a través de su escudo de armas, de la
reconstrucción del campanario del a iglesia de la Magdalena bajo su pontificado
cordobés. El último acto público en que participó fue, nada menos, que en la
recepción en Córdoba de los reyes Carlos IV y María Luisa de Parma, durante su
gira por Andalucía, los días 12 y 13 de marzo de 1796. Durante esta visita
real, el todopoderoso valido y ministro Manuel Godoy, y a respuestas de las
peticiones del Cabildo Catedralicio de Córdoba, accedió a tramitar en Roma la
dignidad de Cardenal para don Antonio.
Imagen del escudo de armas en la iglesia de la Magdalena, Córdoba
No
obstante, le sorprendía la muerte días después, el 24 de marzo, por lo que
nunca llegaría a disfrutar del capelo cardenalicio. Como su fallecimiento
acaeció en fechas de Semana Santa, no se pudieron llevar a cabo todas las
honras fúnebres que correspondían a su personalidad, y se tramitó su entierro
sin más pompa. Fue sepultado en el centro de la nave del trascoro de la Santa
Iglesia Catedral de Córdoba. Su lauda sepulcral recoge su escudo de armas y
toda su titulatura vital en una inscripción latina. No sería hasta noviembre de
ese año de 1796 cuando se realizaron las honras fúnebres propias de quien fue
uno de los ilustrados, religiosos y mandatarios más importantes de la España de
finales del siglo XVIII.